Anoche,
mientras dormías,
se desató una tormenta.
No era una tormenta cualquiera,
más parecía un ataque de guerra.
Algo había enojado a las nubes,
a tal punto, que ellas no dudaron
en soltar su bombas de racimo
para demostrar su poderío.
El estruendo y los destellos
rompen la calma de la noche
y hasta los gatos salen
corriendo aterrorizados.
Más tarde,
una ráfaga continua
de artillería pesada
cae sobre el tejado.
Nuestro techo firme
resiste bien la ofensiva.
Tú seguías dormido
con aquella paz
de hombre noble
que no teme al enemigo.
El ataque ha terminado.
Yo me siento segura
junto a ti
en nuestra madriguera.
Es hora de cerrar mi libro
y apagar la luz,
pero mi mente no se apaga.
Pienso en las guerras verdaderas,
en las contiendas interminables
de los pueblos que en vez de
ayudarse como hermanos,
prefieren aniquilarse.
Pienso en Ucrania y
en la Franja de Gaza.
Y me pregunto
cómo se sienten los niños
que han perdido sus padres
y abandonado sus hogares.
¿Dónde se refugian?
¿Adónde van?
¿Quién los protege?
¿Por qué deben ser víctimas de
una guerra que no han elegido?
¿Y quién pagará los costos
de su infancia destruida?
Google no me responde.

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